Grupo de periodistas entrevistando a comisión de las FARC-EP durante los diálogos de Tlaxcala – Crédito: Autor desconocido – Archivo FARC (1991)
Durante décadas, en las montañas, los pueblos, las ciudades intermedias y las capitales de Colombia, hubo quienes se atrevieron a contar la guerra. Su arma fue la palabra, la cámara, el micrófono.
En Colombia, ser periodista fue —y en muchos lugares aún es— una forma de resistencia. Pero también una sentencia. La libertad de expresión no fue un derecho garantizado durante la guerra, sino una trinchera. Quienes denunciaron masacres, vínculos entre políticos y paramilitares, corrupción, desplazamientos forzados o violaciones de derechos humanos, pagaron caro su atrevimiento.
Las amenazas no venían de un solo frente. Guerrillas, paramilitares, narcotraficantes y agentes del Estado utilizaron la intimidación, la estigmatización, el chantaje y el asesinato como mecanismos para silenciar a quienes incomodaban con la verdad. El resultado: decenas de periodistas asesinados, cientos desplazados o exiliados, y una cultura del miedo que marcó la prensa nacional por generaciones.
Hubo balas, pero también hubo silencios impuestos. En muchas regiones del país, las redacciones fueron forzadas a omitir nombres, a callar hechos, a disfrazar la verdad. Surgió así una forma de censura más insidiosa: la autocensura. Los periodistas se vieron obligados a medir cada palabra, a evitar ciertos temas, a proteger su vida incluso al costo de callar.
Esto no solo afectó al periodismo como oficio: alteró el derecho de la ciudadanía a estar informada, debilitó la democracia, impidió la deliberación pública y favoreció la impunidad.
El informe recoge casos emblemáticos que condensan la violencia contra la prensa. El asesinato de Guillermo Cano, director de El Espectador, a manos del narcotráfico, mostró que el periodismo independiente era un blanco prioritario. La ejecución de Jaime Garzón, cuyo humor crítico y sagacidad política lo convirtieron en símbolo de la libertad de expresión, reveló la colusión entre paramilitares y agentes estatales. Las amenazas sistemáticas contra periodistas en Córdoba, Putumayo, Arauca, Cauca o el Magdalena Medio, ilustran que el riesgo no era una excepción, sino una constante.
A pesar del terror, hubo quienes no callaron. Periodistas comunitarios, corresponsales de provincia, comunicadores indígenas y afrodescendientes, reporteros de emisoras populares y medios digitales construyeron una resistencia silenciosa. Desde abajo, desde los márgenes, tejieron redes de información, documentaron abusos y mantuvieron encendida la llama de la memoria.
La Comisión reconoce en ellos no solo víctimas, sino agentes de dignidad. Su labor fue esencial para que hoy podamos hablar de verdad, justicia y no repetición.